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EL SONIDO DE LA POBREZA CULTURAL

Autor: Gustavo Adolfo Peña Marín

La motocicleta, además de ser el transporte económico que ha permitido a las personas movilizarse hacia sus lugares de trabajo y facilitar el desplazamiento a bajo costo, se ha transformado para algunos segmentos sociales en un dispositivo de ocio y entretenimiento, enmarcado en una subcultura de los deportes extremos, incluso como manifestación ritual al modificar su medio de locomoción para la velocidad, las emociones fuertes y el ruido ensordecedor.

De otra parte, las leyes sobre ruido en Colombia y según la Resolución 0627 de 2006, define limitaciones sobre la intensidad sonora para zonas comerciales donde se generan altos niveles de sonido con música o ruido por paso de vehículos, limitándolos a un máximo de 70 dB durante el día y 60dB en la noche, y hasta 85db en zonas industriales con maquinaria, incluso muy por encima de otros países en nuestro continente.

Sin embargo, para el ruido de motos y vehículos en vías públicas no existe control por parte de las autoridades, o al menos no contra la falta de cultura cívica y de respeto por los demás ciudadanos quienes debemos soportar la agresión sonora que supera los 100 dB en las vías de la ciudad o al interior de nuestras viviendas, ya que el ruido es un fenómeno que no se ve ni se puede controlar fácilmente, y mucho menos si proviene de vehículos que han sido adaptados para hacerse notar en medio de la estruendosa ciudad, agregando solo caos al vacío de valores y la falta de urbanidad.

Del lado de la administración pública en los municipios solo interesa el dinero que se recoge por multas de tránsito relacionadas con ausencia de documentación y excesos de velocidad, con lo cual se lucran las arcas de las tesorerías pero no se reinvierte en estrategias pedagógicas e incluso punitivas a esos conductores para
contrarrestar este flagelo para la salud pública y la seguridad de los demás ciudadanos, aquellos que también pagan impuestos y están expuestos al comportamiento cuasi delincuencial de los agresores acústicos que deambulan en zigzag, pasando semáforos en rojo sin Dios ni ley sobre ruedas.

Así pues que, solo nos queda el grito silencioso y desesperado de quienes sufrimos la falta de empatía de estos conductores de motos ruidosas que solo dañan la salud auditiva, robando la paz en las vías públicas con «piques» ilegales que ponen en riesgo de muerte a los transeúntes, agrediendo acústicamente a conductores de
otros vehículos y amenazando la convivencia de la humanidad en general que solo requiere un poco de consciencia, un mínimo destello de alteridad y civilización por parte de quienes provocan el sonido de la pobreza cultural.

*Docente Universidad Católica de Pereira

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