¿Una pedagogía del duelo?

Autor: Edisson Orozco

Existe una constatación existencial que no siempre resulta obvia: la muerte nunca es propia, la muerte siempre es para los otros. Así, reconocemos que el duelo es una experiencia que involucra inevitablemente a quienes sobrevivimos a la ruptura de la muerte. El duelo se nos presenta como una herencia que, aunque pesada y llena de rigores, ha fundado nuestra sociabilidad y nuestras posibilidades de encuentro con el otro.

El duelo por un estudiante implica un aspecto pedagógico y existencial que interpela. Bajo cierta naturalización de la vida, esperaríamos que el discípulo acompañe a morir a su maestro. La imagen filosófica de los discípulos que lloran a Sócrates parece paradigmática en este aspecto. Así, el maestro con su muerte otorga otra densidad a su saber y a su legado. Las lágrimas de los discípulos parecen sellar una gran enseñanza y su porvenir. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando la experiencia sucede de manera contraria?

Quienes dedicamos nuestra vida a la educación vemos pasar por nuestros cursos a cientos de estudiantes: cientos de modos de observar, situarse, hablar y pensar. Algunos pasan ligeramente, otros nos conmueven hasta los huesos. También existen aquellos que nos producen rabia o frustración, pero hay unos pocos que se convierten en una justificación secreta para retornar cada martes a esa clase que nadie parece escuchar. Incluso, algunos nos atraviesan tan profundamente que se quedan en nuestras vidas, no desde la asimetría académica, sino desde el encuentro de la amistad o el amor.

Pero estas posibilidades se disuelven cuando el estudiante parte primero que nosotros. Los modos de morir siempre nos inquietan: una tristeza abrumadora, una soledad silenciosa o un accidente disruptivo parecen razones evidentes de la muerte, pero son razones que nos resistimos a aceptar. Esta clase de duelo implica asumir que existe algo que no se podrá cumplir: una promesa rota. Pensamos en los libros o películas que no podremos recomendar, en las conversaciones que no podremos tener, en la tesis que no acompañaremos o en la fugaz fotografía durante la ceremonia de graduación.

Este duelo acoge también una belleza inesperada. Emerge un deseo por preguntarnos qué nos han legado nuestros estudiantes muertos. Nos dejan preguntas que nos obligan a seguir pensando, pero también nos transmiten cierta ejemplaridad: la necesidad de sonreír más a menudo, de habitar amorosamente el mundo o de valorar la espontaneidad sobre la solemnidad académica. Nos enseñan a agradecer por la breve coincidencia en este mundo y por el porvenir de la memoria. El duelo por nuestros estudiantes nos recuerda que seguimos siendo eternos aprendices de la vida.

Escribo esta columna a la memoria de Ana Sofía Hurtado Bedoya, estudiante de Psicología.

*Docente Universidad Çatólica de Pereira

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