Sobre objetos y la estética de la productividad

Autor: Carlos Andrés Quintero Diaztagle

“Perder el tiempo”; esta curiosa expresión de nuestro vocabulario cotidiano suele aparecer como un reclamo hacia otros o hacia nosotros mismos cuando decidimos usar las horas del día en actividades consideradas “improductivas”, o simplemente ociosas.

A pocos años de la pandemia, y ahora que podemos pensar con cabeza fría sobre aquel tiempo, algunas cosas se han vuelto más evidentes. Una de ellas es el hecho, ya sabido y tristemente experimentado desde la niñez por algunos, de que el trabajo marca profundamente el ritmo nuestra vida.

Recordamos aún cómo, para quienes conservaron sus empleos gracias a la mediación tecnológica, el hogar se transformó de repente en oficina. Esta posibilidad que debemos a los avances tecnológicos permitió que muchos resistiéramos la crisis. Sin embargo, el lugar que antes era destinado al descanso fue invadido por el trabajo, y para muchos continúa siendo así.

Por aquellos días invertir en una silla ergonómica o en un escritorio era considerado un gasto justificable, mientras que invertir en espacios destinados al ocio como la sala o el comedor era, y aún lo es hoy en día, considerado como un consumo vanidoso y superficial. Esta simple observación basta para poner en evidencia cómo hemos naturalizado una ética de la productividad, a la que respondemos sin darnos cuenta incluso en las pequeñas decisiones cotidianas.

Muchos productos y espacios están diseñados para estimularnos a trabajar más tiempo. La cafetería, otrora lugar de encuentro y conversación, se ha convertido en un espacio de aislamiento productivo. Su estética acogedora con madera, luz cálida y música tenue convierte el tiempo laboral extra en algo casi placentero, disfrazando de confort y libertad algunas horas más de trabajo.

Quizás todos estos estímulos, meticulosamente planeados para mantenernos enfocados en metas productivas, sean también responsables de buena parte de los problemas de salud mental que enfrentamos. No cabe duda de que el trabajo dignifica y para muchos da sentido a la cotidianidad; pero también es necesario preguntarnos por los límites sanos del esfuerzo, y reconocer cuándo el trabajo comienza a interferir con la vida misma.

Muy a propósito de la reciente partida del expresidente José “Pepe” Mujica, y más allá de posturas políticas, sería justo retomar sus reflexiones sobre lo que significa vivir. Tal vez sea el momento oportuno para imaginar otras alternativas para dar sentido a la vida que no estén necesariamente atadas al trabajo. Quizás valga la pena recuperar aficiones improductivas, mirar con más atención a quienes nos rodean y en algunos momentos simplemente detenerse y perder el tiempo.

*Docente Universidad Católica de Pereira.

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